La OCDE definió los activos intangibles como las “ inversiones a largo plazo distintas de la compra de activos fijos y dirigidas a incrementar los futuros resultados de la empresa”.
La NIC 38, a su vez, define como intangible “el activo identificable, de carácter no monetario y sin apariencia física; lo que permitiría reconocer el activo bajo las dos condiciones de razonabilidad en la estimación del coste y de obtención de futuros beneficios”.
Hoy en día, la mayor parte de las empresas cuentan con activos intangibles como son las patentes, las marcas, nombres comerciales, bases de datos de clientes, derechos de autor etc.
Todos sabemos el gran valor que suponen en la práctica empresarial estas posesiones. Así se nos viene a la mente el gran poder que se esconde tras la marca registrada de Coca Cola o el símbolo de la manzana de Apple. Ahora, la riqueza y la posición competitiva de una empresa ya no sólo se valora por los grandes edificios que sostienen sus oficinas centrales: Google es un gran ejemplo de ello.
Estamos, sin duda, ante un nuevo paradigma empresarial donde no es extraño encontrarnos situaciones como, por ejemplo, la de un socio que quiera aportar para crear una sociedad la tecnología de un software. No dudamos ya de la validez de esta aportación económica para la creación de la sociedad, pero si se nos plantea la duda de cómo hemos de valorar tal aportación.
Estas aportaciones están recogidas por ley. El Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, desarrolla en su Título III, Capítulo I, las aportaciones sociales. Más concretamente cita las aportaciones no dinerarias en la Sección II, Subsección II y sobre su valoración y responsabilidad a partir del artículo 67.